CON LAS LÁMPARAS ENCENDIDAS
JORNADA «PRO ORANTIBUS» 2022
Cuando Jesús nos enseña cómo hemos de esperar el Reino de los cielos utiliza la imagen de las vírgenes prudentes que esperan al esposo con las lámparas encendidas (Mt 25,1-13). Esta imagen, que expresa la ansiedad del alma ante la venida del amado, está bellamente descrita en el Cantar de los cantares (Ct 2-3) y encuentra su consumación en el libro del Apocalipsis (Ap 22,17).
¿Cómo superar el sueño y mantener viva y vigilante el alma hasta la llegada del esposo? Tan sólo el amor, queridas hermanas y monjes, nos mantiene en vela y nos da ojos agudos para distinguir la presencia del amado y reconocer su venida hasta la contemplación de su rostro en la gloria. Por eso el evangelista San Mateo cuando habla de las vírgenes prudentes hace referencia a la abundancia del aceite para mantener encendidas las lámparas. Con el aceite se indica la necesidad del don por excelencia: la unción del Espíritu Santo.
Desde el día de nuestro bautismo recibimos el don del Espíritu Santo como primicia; en el sacramento de la Confirmación lo recibimos para ser testigos del Señor, y con la eucaristía y la Profesión religiosa el Espíritu Santo conduce a las almas consagradas a vivir una relación nupcial con el Señor. Él es el esposo, el “amor de mi vida” (Ct 3, 4) que una vez encontrado “lo abracé y no lo soltaré jamás” (Ib).
Esta luz de las lámparas encendidas es una luz que nos precede. Es una luz recibida porque Él nos amó primero. Así nos lo enseña San Juan: “Nosotros hemos conocido el amor que Él nos tiene…porque Él nos amó primero” (1Jn 4, 15-19). Habitados por el Espíritu Santo que ha sido “derramado en nuestros corazones” (Rm 5, 5), hemos recibido la luz de la eternidad presente en el tiempo. Y es esta luz, la luz del Amor, la que nos permite abrir el horizonte de lo cotidiano hacia una trascendencia infinita, porque la luz de Dios, de su Amor, es la luz del cielo, la luz sin ocaso, inextinguible como el mismo Amor.
Con la Jornada Pro orantibus de este año invito a todas las hermanas y monjes de nuestros queridos monasterios a iluminar con sus vidas la oscuridad de nuestro mundo, que, al prescindir de Dios, se ha quedado sin luz y sin verdadera esperanza. Como saben, queridos hermanos, la esperanza o es virtud teologal o no es virtud. La esperanza no se confunde con la espera sino que consiste en poner el ánimo en un bien arduo y difícil que sólo es posible con la ayuda de Dios. La virtud de la esperanza tiene como objeto la visión de Dios y la bienaventuranza eterna. Por eso sólo la podemos alcanzar con los auxilios divinos: la omnipotencia divina, los méritos de la pasión de Cristo y la infinita misericordia de Dios que nos llega con la Palabra de Dios, los sacramentos y las acciones salvíficas de la Iglesia. Sin Dios es imposible la esperanza y ello explica el drama que sufre nuestro mundo.
Nosotros sabemos, por la luz de la fe, que la libertad humana es dramática y sólo se alcanza con un duro combate precedido por la gracia de Dios. Al mismo tiempo que la libertad, enderezada por la virtud, nos lleva a abrazar el bien y la verdad, una libertad gobernada por el pecado nos lleva a la destrucción de uno mismo, nos lleva a la perdición. Por eso es tan importante que alguien nos enseñe el camino de la vida. Necesitamos maestros y testigos de la luz que es Jesucristo (Jn 3,12). Él es “el camino, la verdad y la vida” (Jn 14,6).
En este día dedicado a la oración por nuestros monasterios no puede faltar la oración de todos los fieles de la diócesis por nuestros monjes y por nuestras hermanas contemplativas. Como obispo quiero manifestar mi alegría y gratitud por vuestra presencia en la diócesis. Sois como el faro en la noche que nos indica el camino para llegar a buen puerto. Os necesitamos. Sois los que, con vuestra vida oculta, nos habláis de la existencia de Dios, el Sol de justicia que ilumina nuestro mundo.
Pido a la Santísima Trinidad, océano de Amor, que mantenga vuestras lámparas encendidas para iluminar las tinieblas de nuestro mundo y para que brilléis con vuestra santidad.
Con mi bendición
+Juan Antonio Reig,
Obispo Complutense