«Porque vivimos en un tiempo de explotación de los trabajadores; en un momento en donde el trabajo, no está precisamente al servicio de la dignidad de la persona humana, sino que es el trabajo esclavo. Debemos formar, educar a un nuevo humanismo del trabajo, donde el hombre, no la ganancia, esté al centro; donde la economía sirva al hombre y no se sirva del hombre. (…) La ilegalidad es como un pulpo que no se ve: está escondido, sumergido, pero con sus tentáculos sujeta y envenena, contaminando y haciendo mucho mal. Educar es una gran vocación: como san José adiestró a Jesús en el arte del carpintero, también vosotros estáis llamados a ayudar a las jóvenes generaciones a descubrir la belleza del trabajo verdaderamente humano» (Papa Francisco, 16-1-2016)
«La Iglesia ha rechazado las ideologías totalitarias y ateas asociadas en los tiempos modernos al “comunismo” o “socialismo”. Por otra parte, ha rechazado en la práctica del “capitalismo” el individualismo y la primacía absoluta de la ley de mercado sobre el trabajo humano (cf CA 10.13.44.). La regulación de la economía por la sola planificación centralizada pervierte en su base los vínculos sociales; su regulación únicamente por la ley de mercado quebranta la justicia social, porque “existen numerosas necesidades humanas que no pueden ser satisfechas por el mercado” (CA 34.). Es preciso promover una regulación razonable del mercado y de las iniciativas económicas, según una justa jerarquía de valores y con vistas al bien común» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2425).
«Los derechos de los trabajadores, como todos los demás derechos, se basan en la naturaleza de la persona humana y en su dignidad trascendente. El Magisterio social de la Iglesia ha considerado oportuno enunciar algunos de ellos, indicando la conveniencia de su reconocimiento en los ordenamientos jurídicos: el derecho a una justa remuneración; el derecho al descanso; el derecho «a ambientes de trabajo y a procesos productivos que no comporten perjuicio a la salud física de los trabajadores y no dañen su integridad moral»; el derecho a que sea salvaguardada la propia personalidad en el lugar de trabajo, sin que sean «conculcados de ningún modo en la propia conciencia o en la propia dignidad»; el derecho a subsidios adecuados e indispensables para la subsistencia de los trabajadores desocupados y de sus familias; el derecho a la pensión, así como a la seguridad social para la vejez, la enfermedad y en caso de accidentes relacionados con la prestación laboral; el derecho a previsiones sociales vinculadas a la maternidad; el derecho a reunirse y a asociarse. Estos derechos son frecuentemente desatendidos, como confirman los tristes fenómenos del trabajo infraremunerado, sin garantías ni representación adecuadas. Con frecuencia sucede que las condiciones de trabajo para hombres, mujeres y niños, especialmente en los países en vías de desarrollo, son tan inhumanas que ofenden su dignidad y dañan su salud» (Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, 301).
«A los defensores de «la ortodoxia», se dirige a veces el reproche de pasividad, de indulgencia o de complicidad culpables respecto a situaciones de injusticia intolerables y de los regímenes políticos que las mantienen. La conversión espiritual, la intensidad del amor a Dios y al prójimo, el celo por la justicia y la paz, el sentido evangélico de los pobres y de la pobreza, son requeridos a todos, y especialmente a los pastores y a los responsables. La preocupación por la pureza de la fe ha de ir unida a la preocupación por aportar, con una vida teologal integral, la respuesta de un testimonio eficaz de servicio al prójimo, y particularmente al pobre y al oprimido. Con el testimonio de su fuerza de amar, dinámica y constructiva, los cristianos pondrán así las bases de aquella «civilización del amor» de la cual ha hablado, después de Pablo VI, la Conferencia de Puebla. Por otra parte, son muchos, sacerdotes, religiosos y laicos, los que se consagran de manera verdaderamente evangélica a la creación de una sociedad justa»(1). De hecho, «la rectitudo fidei, esto es, la ortodoxia, es patrimonio irrenunciable y condición primaria para la rectitudo morum u ortopraxis»(2); más aún: «la adecuada profesión de fe debe ser confirmada con una vida santa. La ortodoxia exige la ortopraxis»(3).
Desde estos presupuestos proponemos a nuestros lectores algunos textos del Magisterio sobre los derechos de los trabajadores, teniendo en cuenta que «por encima de los intereses o visiones parciales ha de colocarse el bien integral del hombre, creado a imagen de Dios y llamado a un destino eterno. En Cristo se nos ha revelado plenamente el amor de Dios y la sublime dignidad del hombre»(4). De hecho, también así lo enseña el Papa Francisco, cuando explica que este momento de crisis, «no consiste en una crisis sólo económica; no es una crisis cultural. Es una crisis del hombre: ¡lo que está en crisis es el hombre! ¡Y lo que puede resultar destruido es el hombre!» (18-05-2013).
Con esta perspectiva, que busca el bien integral de la persona, y exige, por tanto, con la gracia de Dios, una vida teologal integral, la tradición catequética nos pone en alerta a todos – personal y socialmente –, y nos recuerda, con caridad y verdad, que existen “pecados que claman al cielo”. Claman al cielo: la sangre de Abel (cf Gn 4, 10); el pecado de los sodomitas (cf Gn 18, 20; 19, 13); el clamor del pueblo oprimido en Egipto (cf Ex 3, 7-10); el lamento del extranjero, de la viuda y el huérfano (cf Ex 22, 20-22); la injusticia para con el asalariado (cf Dt 24, 14-15; Jc 5, 4)» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1867). Como se ve, todo de plena actualidad.
Notas:
- Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe. Instrucción sobre algunos aspectos de la «Teología de la liberación» – Libertatis nuntius, n. 18, 06-08-1984.
- San Juan Pablo II, 06-08-1979.
- San Juan Pablo II, 21-06-1998.
- San Juan Pablo II, 30-11-1986.
Algunos textos del Magisterio de la Iglesia sobre los derechos de los trabajadores
Catecismo de la Iglesia Católica (2401-2463)
2409. Toda forma de tomar o retener injustamente el bien ajeno, aunque no contradiga las disposiciones de la ley civil, es contraria al séptimo mandamiento. Así, retener deliberadamente bienes prestados u objetos perdidos, defraudar en el ejercicio del comercio (cf Dt 25, 13-16), pagar salarios injustos (cf Dt 24,14-15; St 5,4), elevar los precios especulando con la ignorancia o la necesidad ajenas (cf Am 8, 4-6).
2414. El séptimo mandamiento proscribe los actos o empresas que, por una u otra razón, egoísta o ideológica, mercantil o totalitaria, conducen a esclavizar seres humanos, a menospreciar su dignidad personal, a comprarlos, a venderlos y a cambiarlos como mercancía. Es un pecado contra la dignidad de las personas y sus derechos fundamentales reducirlos por la violencia a la condición de objeto de consumo o a una fuente de beneficio. San Pablo ordenaba a un amo cristiano que tratase a su esclavo cristiano “no como esclavo, sino […] como un hermano […] en el Señor” (Flm 16).
2424. Una teoría que hace del lucro la norma exclusiva y el fin último de la actividad económica es moralmente inaceptable. El apetito desordenado de dinero no deja de producir efectos perniciosos. Es una de las causas de los numerosos conflictos que perturban el orden social (cf GS 63, 3; LE 7; CA 35).
Un sistema que “sacrifica los derechos fundamentales de la persona y de los grupos en aras de la organización colectiva de la producción” es contrario a la dignidad del hombre (cf GS 65). Toda práctica que reduce a las personas a no ser más que medios con vistas al lucro esclaviza al hombre, conduce a la idolatría del dinero y contribuye a difundir el ateísmo. “No podéis servir a Dios y al dinero” (Mt 6, 24; Lc 16, 13).
2425. La Iglesia ha rechazado las ideologías totalitarias y ateas asociadas en los tiempos modernos al “comunismo” o “socialismo”. Por otra parte, ha rechazado en la práctica del “capitalismo” el individualismo y la primacía absoluta de la ley de mercado sobre el trabajo humano (cf CA 10. 13. 44.). La regulación de la economía por la sola planificación centralizada pervierte en su base los vínculos sociales; su regulación únicamente por la ley de mercado quebranta la justicia social, porque “existen numerosas necesidades humanas que no pueden ser satisfechas por el mercado” (CA 34.). Es preciso promover una regulación razonable del mercado y de las iniciativas económicas, según una justa jerarquía de valores y con vistas al bien común.
2434. El salario justo es el fruto legítimo del trabajo. Negarlo o retenerlo puede constituir una grave injusticia (cf Lv 19, 13; Dt 24, 14-15; St 5, 4). Para determinar la justa remuneración se han de tener en cuenta a la vez las necesidades y las contribuciones de cada uno. “El trabajo debe ser remunerado de tal modo que se den al hombre posibilidades de que él y los suyos vivan dignamente su vida material, social, cultural y espiritual, teniendo en cuenta la tarea y la productividad de cada uno, así como las condiciones de la empresa y el bien común” (GS 67, 2). El acuerdo de las partes no basta para justificar moralmente la cuantía del salario.
2445. El amor a los pobres es incompatible con el amor desordenado de las riquezas o su uso egoísta: «Ahora bien, vosotros, ricos, llorad y dad alaridos por las desgracias que están para caer sobre vosotros. Vuestra riqueza está podrida y vuestros vestidos están apolillados; vuestro oro y vuestra plata están tomados de herrumbre y su herrumbre será testimonio contra vosotros y devorará vuestras carnes como fuego. Habéis acumulado riquezas en estos días que son los últimos. Mirad: el salario que no habéis pagado a los obreros que segaron vuestros campos está gritando; y los gritos de los segadores han llegado a los oídos del Señor de los ejércitos. Habéis vivido sobre la tierra regaladamente y os habéis entregado a los placeres; habéis hartado vuestros corazones en el día de la matanza. Condenasteis y matasteis al justo; él no os resiste» (St 5, 1-6).
Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica (503-520)
509. ¿Cuál es el contenido de la doctrina social de la Iglesia?
2419-2423
La doctrina social de la Iglesia, como desarrollo orgánico de la verdad del Evangelio acerca de la dignidad de la persona humana y sus dimensiones sociales, contiene principios de reflexión, formula criterios de juicio y ofrece normas y orientaciones para la acción
510. ¿Cuándo interviene la Iglesia en materia social?
2420, 2458
La Iglesia interviene emitiendo un juicio moral en materia económica y social, cuando lo exigen los derechos fundamentales de la persona, el bien común o la salvación de las almas.
511. ¿Cómo ha de ejercerse la vida social y económica?
2459
La vida social y económica ha de ejercerse según los propios métodos, en el ámbito del orden moral, al servicio del hombre en su integridad y de toda la comunidad humana, en el respeto a la justicia social. La vida social y económica debe tener al hombre como autor, centro y fin.
512. ¿Qué se opone a la doctrina social de la Iglesia?
2424-2425
Se oponen a la doctrina social de la Iglesia los sistemas económicos y sociales que sacrifican los derechos fundamentales de las personas, o que hacen del lucro su regla exclusiva y fin último. Por eso la Iglesia rechaza las ideologías asociadas, en los tiempos modernos, al «comunismo» u otras formas ateas y totalitarias de «socialismo». Rechaza también, en la práctica del «capitalismo», el individualismo y la primacía absoluta de las leyes del mercado sobre el trabajo humano.
513. ¿Qué significado tiene el trabajo para el hombre?
2426-2428, 2460-2461
Para el hombre, el trabajo es un deber y un derecho, mediante el cual colabora con Dios Creador. En efecto, trabajando con empeño y competencia, la persona actualiza las capacidades inscritas en su naturaleza, exalta los dones del Creador y los talentos recibidos; procura su sustento y el de su familia y sirve a la comunidad humana. Por otra parte, con la gracia de Dios, el trabajo puede ser un medio de santificación y de colaboración con Cristo para la salvación de los demás.
514. ¿A qué tipo de trabajo tiene derecho toda persona?
2429, 2433-2434
El acceso a un trabajo seguro y honesto debe estar abierto a todos, sin discriminación injusta, dentro del respeto a la libre iniciativa económica y a una equitativa distribución.
515. ¿Cuál es la responsabilidad del Estado con respecto al trabajo?
2431
Compete al Estado procurar la seguridad sobre las garantías de las libertades individuales y de la propiedad, además de un sistema monetario estable y de unos servicios públicos eficientes; y vigilar y encauzar el ejercicio de los derechos humanos en el sector económico. Teniendo en cuenta las circunstancias, la sociedad debe ayudar a los ciudadanos a encontrar trabajo.
516. ¿Qué compete a los dirigentes de empresa?
2432
Los dirigentes de las empresas tienen la responsabilidad económica y ecológica de sus operaciones. Están obligados a considerar el bien de las personas y no solamente el aumento de las ganancias, aunque éstas son necesarias para asegurar las inversiones, el futuro de las empresas, los puestos de trabajo y el buen funcionamiento de la vida económica.
517. ¿Qué deberes tienen los trabajadores?
2435
Los trabajadores deben cumplir con su trabajo en conciencia, con competencia y dedicación, tratando de resolver los eventuales conflictos mediante el diálogo. El recurso a la huelga no violenta es moralmente legítimo cuando se presenta como el instrumento necesario, en vistas a unas mejoras proporcionadas y teniendo en cuenta el bien común.
Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia. Pontificio Consejo «Justicia y Paz»
Hacia una sociedad reconciliada en la justicia y en el amor
81. El objeto de la doctrina social es esencialmente el mismo que constituye su razón de ser: el hombre llamado a la salvación y, como tal, confiado por Cristo al cuidado y a la responsabilidad de la Iglesia.117 Con su doctrina social, la Iglesia se preocupa de la vida humana en la sociedad, con la conciencia que de la calidad de la vida social, es decir, de las relaciones de justicia y de amor que la forman, depende en modo decisivo la tutela y la promoción de las personas que constituyen cada una de las comunidades. En la sociedad, en efecto, están en juego la dignidad y los derechos de la persona y la paz en las relaciones entre las personas y entre las comunidades. Estos bienes deben ser logrados y garantizados por la comunidad social.
En esta perspectiva, la doctrina social realiza una tarea de anuncio y de denuncia.
Ante todo, el anuncio de lo que la Iglesia posee como propio: «una visión global del hombre y de la humanidad»,118 no sólo en el nivel teórico, sino práctico. La doctrina social, en efecto, no ofrece solamente significados, valores y criterios de juicio, sino también las normas y las directrices de acción que de ellos derivan.119 Con esta doctrina, la Iglesia no persigue fines de estructuración y organización de la sociedad, sino de exigencia, dirección y formación de las conciencias.
La doctrina social comporta también una tarea de denuncia, en presencia del pecado: es el pecado de injusticia y de violencia que de diversos modos afecta la sociedad y en ella toma cuerpo.120 Esta denuncia se hace juicio y defensa de los derechos ignorados y violados, especialmente de los derechos de los pobres, de los pequeños, de los débiles.121 Esta denuncia es tanto más necesaria cuanto más se extiendan las injusticias y las violencias, que abarcan categorías enteras de personas y amplias áreas geográficas del mundo, y dan lugar a cuestiones sociales, es decir, a abusos y desequilibrios que agitan las sociedades. Gran parte de la enseñanza social de la Iglesia, es requerida y determinada por las grandes cuestiones sociales, para las que quiere ser una respuesta de justicia social.
82. La finalidad de la doctrina social es de orden religioso y moral.122 Religioso, porque la misión evangelizadora y salvífica de la Iglesia alcanza al hombre «en la plena verdad de su existencia, de su ser personal y a la vez de su ser comunitario y social».123 Moral, porque la Iglesia mira hacia un «humanismo pleno»,124 es decir, a la «liberación de todo lo que oprime al hombre»125 y al «desarrollo integral de todo el hombre y de todos los hombres».126 La doctrina social traza los caminos que hay que recorrer para edificar una sociedad reconciliada y armonizada en la justicia y en el amor, que anticipa en la historia, de modo incipiente y prefigurado, los «nuevos cielos y nueva tierra, en los que habite la justicia» (2 P 3,13).
V. DERECHOS DE LOS TRABAJADORES
a) Dignidad de los trabajadores y respeto de sus derechos
301. Los derechos de los trabajadores, como todos los demás derechos, se basan en la naturaleza de la persona humana y en su dignidad trascendente. El Magisterio social de la Iglesia ha considerado oportuno enunciar algunos de ellos, indicando la conveniencia de su reconocimiento en los ordenamientos jurídicos: el derecho a una justa remuneración;651 el derecho al descanso;652 el derecho «a ambientes de trabajo y a procesos productivos que no comporten perjuicio a la salud física de los trabajadores y no dañen su integridad moral»;653 el derecho a que sea salvaguardada la propia personalidad en el lugar de trabajo, sin que sean «conculcados de ningún modo en la propia conciencia o en la propia dignidad»;654 el derecho a subsidios adecuados e indispensables para la subsistencia de los trabajadores desocupados y de sus familias;655 el derecho a la pensión, así como a la seguridad social para la vejez, la enfermedad y en caso de accidentes relacionados con la prestación laboral;656 el derecho a previsiones sociales vinculadas a la maternidad;657 el derecho a reunirse y a asociarse.658 Estos derechos son frecuentemente desatendidos, como confirman los tristes fenómenos del trabajo infraremunerado, sin garantías ni representación adecuadas. Con frecuencia sucede que las condiciones de trabajo para hombres, mujeres y niños, especialmente en los países en vías de desarrollo, son tan inhumanas que ofenden su dignidad y dañan su salud.
b) El derecho a la justa remuneración y distribución de la renta
302. La remuneración es el instrumento más importante para practicar la justicia en las relaciones laborales.659 El «salario justo es el fruto legítimo del trabajo»;660 comete una grave injusticia quien lo niega o no lo da a su debido tiempo y en la justa proporción al trabajo realizado (cf. Lv 19,13; Dt 24,14-15; St 5,4). El salario es el instrumento que permite al trabajador acceder a los bienes de la tierra: «La remuneración del trabajo debe ser tal que permita al hombre y a su familia una vida digna en el plano material, social, cultural y espiritual, teniendo presentes el puesto de trabajo y la productividad de cada uno, así como las condiciones de la empresa y el bien común».661 El simple acuerdo entre el trabajador y el patrono acerca de la remuneración, no basta para calificar de «justa» la remuneración acordada, porque ésta « no debe ser en manera alguna insuficiente » 662 para el sustento del trabajador: la justicia natural es anterior y superior a la libertad del contrato.
303. El bienestar económico de un país no se mide exclusivamente por la cantidad de bienes producidos, sino también teniendo en cuenta el modo en que son producidos y el grado de equidad en la distribución de la renta, que debería permitir a todos disponer de lo necesario para el desarrollo y el perfeccionamiento de la propia persona. Una justa distribución del rédito debe establecerse no sólo en base a los criterios de justicia conmutativa, sino también de justicia social, es decir, considerando, además del valor objetivo de las prestaciones laborales, la dignidad humana de los sujetos que las realizan. Un bienestar económico auténtico se alcanza también por medio de adecuadas políticas sociales de redistribución de la renta que, teniendo en cuenta las condiciones generales, consideren oportunamente los méritos y las necesidades de todos los ciudadanos.
c) El derecho de huelga
304. La doctrina social reconoce la legitimidad de la huelga «cuando constituye un recurso inevitable, si no necesario para obtener un beneficio proporcionado»,663 después de haber constatado la ineficacia de todas las demás modalidades para superar los conflictos.664 La huelga, una de las conquistas más costosas del movimiento sindical, se puede definir como el rechazo colectivo y concertado, por parte de los trabajadores, a seguir desarrollando sus actividades, con el fin de obtener, por medio de la presión así realizada sobre los patrones, sobre el Estado y sobre la opinión pública, mejoras en sus condiciones de trabajo y en su situación social. También la huelga, aun cuando aparezca «como una especie de ultimátum»,665 debe ser siempre un método pacífico de reivindicación y de lucha por los propios derechos; resulta «moralmente inaceptable cuando va acompañada de violencias o también cuando se lleva a cabo en función de objetivos no directamente vinculados con las condiciones del trabajo o contrarios al bien común».666
La importancia de los sindicatos
305. El Magisterio reconoce la función fundamental desarrollada por los sindicatos de trabajadores, cuya razón de ser consiste en el derecho de los trabajadores a formar asociaciones o uniones para defender los intereses vitales de los hombres empleados en las diversas profesiones. Los sindicatos « se han desarrollado sobre la base de la lucha de los trabajadores, del mundo del trabajo y, ante todo, de lo trabajadores industriales para la tutela de sus justos derechos frente a los empresarios y a los propietarios de los medios de producción ».667 Las organizaciones sindicales, buscando su fin específico al servicio del bien común, son un factor constructivo de orden social y de solidaridad y, por ello, un elemento indispensable de la vida social. El reconocimiento de los derechos del trabajo ha sido desde siempre un problema de difícil solución, porque se realiza en el marco de procesos históricos e institucionales complejos, y todavía hoy no se puede decir cumplido. Lo que hace más actual y necesario el ejercicio de una auténtica solidaridad entre los trabajadores.
306. La doctrina social enseña que las relaciones en el mundo del trabajo se han de caracterizar por la colaboración: el odio y la lucha por eliminar al otro, constituyen métodos absolutamente inaceptables, porque en todo sistema social son indispensables al proceso de producción tanto el trabajo como el capital. A la luz de esta concepción, la doctrina social « no considera de ninguna manera que los sindicatos constituyan únicamente el reflejo de la estructura “de clase”, de la sociedad ni que sean el exponente de la lucha de clases que gobierna inevitablemente la vida social ».668 Los sindicatos son propiamente los promotores de la lucha por la justicia social, por los derechos de los hombres del trabajo, en sus profesiones específicas: « Esta “lucha” debe ser vista como una acción de defensa normal “en favor” del justo bien; […] no es una lucha “contra” los demás ».669 El sindicato, siendo ante todo un medio para la solidaridad y la justicia, no puede abusar de los instrumentos de lucha; en razón de su vocación, debe vencer las tentaciones del corporativismo, saberse autorregular y ponderar las consecuencias de sus opciones en relación al bien común.670
307. Al sindicato, además de la función de defensa y de reivindicación, le competen las de representación, dirigida a «la recta ordenación de la vida económica»,671 y de educación de la conciencia social de los trabajadores, de manera que se sientan parte activa, según las capacidades y aptitudes de cada uno, en toda la obra del desarrollo económico y social, y en la construcción del bien común universal. El sindicato y las demás formas de asociación de los trabajadores deben asumir una función de colaboración con el resto de los sujetos sociales e interesarse en la gestión de la cosa pública. Las organizaciones sindicales tienen el deber de influir en el poder público, en orden a sensibilizarlo debidamente sobre los problemas laborales y a comprometerlo a favorecer la realización de los derechos de los trabajadores. Los sindicatos, sin embargo, no tienen carácter de « partidos políticos » que luchan por el poder, y tampoco deben estar sometidos a las decisiones de los partidos políticos o tener vínculos demasiado estrechos con ellos: «En tal situación fácilmente se apartan de lo que es su cometido específico, que es el de asegurar los justos derechos de los hombres del trabajo en el marco del bien común de la sociedad entera, y se convierten, en cambio, en un instrumento de presión para realizar otras finalidades».672 (…)
La empresa y sus fines
338. La empresa debe caracterizarse por la capacidad de servir al bien común de la sociedad mediante la producción de bienes y servicios útiles. En esta producción de bienes y servicios con una lógica de eficiencia y de satisfacción de los intereses de los diversos sujetos implicados, la empresa crea riqueza para toda la sociedad: no sólo para los propietarios, sino también para los demás sujetos interesados en su actividad. Además de esta función típicamente económica, la empresa desempeña también una función social, creando oportunidades de encuentro, de colaboración, de valoración de las capacidades de las personas implicadas. En la empresa, por tanto, la dimensión económica es condición para el logro de objetivos no sólo económicos, sino también sociales y morales, que deben perseguirse conjuntamente.
El objetivo de la empresa se debe llevar a cabo en términos y con criterios económicos, pero sin descuidar los valores auténticos que permiten el desarrollo concreto de la persona y de la sociedad. En esta visión personalista y comunitaria, «la empresa no puede considerarse únicamente como una “sociedad de capitales”; es, al mismo tiempo, una “sociedad de personas”, en la que entran a formar parte de manera diversa y con responsabilidades específicas los que aportan el capital necesario para su actividad y los que colaboran con su trabajo».707
339. Los componentes de la empresa deben ser conscientes de que la comunidad en la que trabajan representa un bien para todos y no una estructura que permite satisfacer exclusivamente los intereses personales de alguno. Sólo esta conciencia permite llegar a construir una economía verdaderamente al servicio del hombre y elaborar un proyecto de cooperación real entre las partes sociales.
Un ejemplo muy importante y significativo en la dirección indicada procede de la actividad de las empresas cooperativas, de la pequeña y mediana empresa, de las empresas artesanales y de las agrícolas de dimensiones familiares. La doctrina social ha subrayado la contribución que estas empresas ofrecen a la valoración del trabajo, al crecimiento del sentido de responsabilidad personal y social, a la vida democrática, a los valores humanos útiles para el progreso del mercado y de la sociedad.708
340. La doctrina social reconoce la justa función del beneficio, como primer indicador del buen funcionamiento de la empresa: «Cuando una empresa da beneficios significa que los factores productivos han sido utilizados adecuadamente».709 Esto no puede hacer olvidar el hecho que no siempre el beneficio indica que la empresa esté sirviendo adecuadamente a la sociedad.710 Es posible, por ejemplo, «que los balances económicos sean correctos y que al mismo tiempo los hombres, que constituyen el patrimonio más valioso de la empresa, sean humillados y ofendidos en su dignidad».711 Esto sucede cuando la empresa opera en sistemas socioculturales caracterizados por la explotación de las personas, propensos a rehuir las obligaciones de justicia social y a violar los derechos de los trabajadores.
Benedicto XVI, Encíclica Caritas in veritate
25. Desde el punto de vista social, a los sistemas de protección y previsión, ya existentes en tiempos de Pablo VI en muchos países, les cuesta trabajo, y les costará todavía más en el futuro, lograr sus objetivos de verdadera justicia social dentro de un cuadro de fuerzas profundamente transformado. El mercado, al hacerse global, ha estimulado, sobre todo en países ricos, la búsqueda de áreas en las que emplazar la producción a bajo coste con el fin de reducir los precios de muchos bienes, aumentar el poder de adquisición y acelerar por tanto el índice de crecimiento, centrado en un mayor consumo en el propio mercado interior. Consiguientemente, el mercado ha estimulado nuevas formas de competencia entre los estados con el fin de atraer centros productivos de empresas extranjeras, adoptando diversas medidas, como una fiscalidad favorable y la falta de reglamentación del mundo del trabajo. Estos procesos han llevado a la reducción de la red de seguridad social a cambio de la búsqueda de mayores ventajas competitivas en el mercado global, con grave peligro para los derechos de los trabajadores, para los derechos fundamentales del hombre y para la solidaridad en las tradicionales formas del Estado social. Los sistemas de seguridad social pueden perder la capacidad de cumplir su tarea, tanto en los países pobres, como en los emergentes, e incluso en los ya desarrollados desde hace tiempo. En este punto, las políticas de balance, con los recortes al gasto social, con frecuencia promovidos también por las instituciones financieras internacionales, pueden dejar a los ciudadanos impotentes ante riesgos antiguos y nuevos; dicha impotencia aumenta por la falta de protección eficaz por parte de las asociaciones de los trabajadores. El conjunto de los cambios sociales y económicos hace que las organizaciones sindicales tengan mayores dificultades para desarrollar su tarea de representación de los intereses de los trabajadores, también porque los gobiernos, por razones de utilidad económica, limitan a menudo las libertades sindicales o la capacidad de negociación de los sindicatos mismos. Las redes de solidaridad tradicionales se ven obligadas a superar mayores obstáculos. Por tanto, la invitación de la doctrina social de la Iglesia, empezando por la Rerum novarum[60], a dar vida a asociaciones de trabajadores para defender sus propios derechos ha de ser respetada, hoy más que ayer, dando ante todo una respuesta pronta y de altas miras a la urgencia de establecer nuevas sinergias en el ámbito internacional y local.
La movilidad laboral, asociada a la desregulación generalizada, ha sido un fenómeno importante, no exento de aspectos positivos porque estimula la producción de nueva riqueza y el intercambio entre culturas diferentes. Sin embargo, cuando la incertidumbre sobre las condiciones de trabajo a causa de la movilidad y la desregulación se hace endémica, surgen formas de inestabilidad psicológica, de dificultad para abrirse caminos coherentes en la vida, incluido el del matrimonio. Como consecuencia, se producen situaciones de deterioro humano y de desperdicio social. Respecto a lo que sucedía en la sociedad industrial del pasado, el paro provoca hoy nuevas formas de irrelevancia económica, y la actual crisis sólo puede empeorar dicha situación. El estar sin trabajo durante mucho tiempo, o la dependencia prolongada de la asistencia pública o privada, mina la libertad y la creatividad de la persona y sus relaciones familiares y sociales, con graves daños en el plano psicológico y espiritual. Quisiera recordar a todos, en especial a los gobernantes que se ocupan en dar un aspecto renovado al orden económico y social del mundo, que el primer capital que se ha de salvaguardar y valorar es el hombre, la persona en su integridad: «Pues el hombre es el autor, el centro y el fin de toda la vida económico-social»[61]. (…)
32. Las grandes novedades que presenta hoy el cuadro del desarrollo de los pueblos plantean en muchos casos la exigencia de nuevas soluciones. Éstas han de buscarse, a la vez, en el respeto de las leyes propias de cada cosa y a la luz de una visión integral del hombre que refleje los diversos aspectos de la persona humana, considerada con la mirada purificada por la caridad. Así se descubrirán singulares convergencias y posibilidades concretas de solución, sin renunciar a ningún componente fundamental de la vida humana.
La dignidad de la persona y las exigencias de la justicia requieren, sobre todo hoy, que las opciones económicas no hagan aumentar de manera excesiva y moralmente inaceptable las desigualdades [83] y que se siga buscando como prioridad el objetivo del acceso al trabajo por parte de todos, o lo mantengan. Pensándolo bien, esto es también una exigencia de la «razón económica». El aumento sistémico de las desigualdades entre grupos sociales dentro de un mismo país y entre las poblaciones de los diferentes países, es decir, el aumento masivo de la pobreza relativa, no sólo tiende a erosionar la cohesión social y, de este modo, poner en peligro la democracia, sino que tiene también un impacto negativo en el plano económico por el progresivo desgaste del «capital social», es decir, del conjunto de relaciones de confianza, fiabilidad y respeto de las normas, que son indispensables en toda convivencia civil.
La ciencia económica nos dice también que una situación de inseguridad estructural da origen a actitudes antiproductivas y al derroche de recursos humanos, en cuanto que el trabajador tiende a adaptarse pasivamente a los mecanismos automáticos, en vez de dar espacio a la creatividad. También sobre este punto hay una convergencia entre ciencia económica y valoración moral. Los costes humanos son siempre también costes económicos y las disfunciones económicas comportan igualmente costes humanos.
Además, se ha de recordar que rebajar las culturas a la dimensión tecnológica, aunque puede favorecer la obtención de beneficios a corto plazo, a la larga obstaculiza el enriquecimiento mutuo y las dinámicas de colaboración. Es importante distinguir entre consideraciones económicas o sociológicas a corto y largo plazo. Reducir el nivel de tutela de los derechos de los trabajadores y renunciar a mecanismos de redistribución del rédito con el fin de que el país adquiera mayor competitividad internacional, impiden consolidar un desarrollo duradero. Por tanto, se han de valorar cuidadosamente las consecuencias que tienen sobre las personas las tendencias actuales hacia una economía de corto, a veces brevísimo plazo. Esto exige «una nueva y más profunda reflexión sobre el sentido de la economía y de sus fines»[84], además de una honda revisión con amplitud de miras del modelo de desarrollo, para corregir sus disfunciones y desviaciones. Lo exige, en realidad, el estado de salud ecológica del planeta; lo requiere sobre todo la crisis cultural y moral del hombre, cuyos síntomas son evidentes en todas las partes del mundo desde hace tiempo.
33. Más de cuarenta años después de la Populorum progressio, su argumento de fondo, el progreso, sigue siendo aún un problema abierto, que se ha hecho más agudo y perentorio por la crisis económico-financiera que se está produciendo. Aunque algunas zonas del planeta que sufrían la pobreza han experimentado cambios notables en términos de crecimiento económico y participación en la producción mundial, otras viven todavía en una situación de miseria comparable a la que había en tiempos de Pablo VI y, en algún caso, puede decirse que peor. Es significativo que algunas causas de esta situación fueran ya señaladas en la Populorum progressio, como por ejemplo, los altos aranceles aduaneros impuestos por los países económicamente desarrollados, que todavía impiden a los productos procedentes de los países pobres llegar a los mercados de los países ricos. En cambio, otras causas que la Encíclica sólo esbozó, han adquirido después mayor relieve. Este es el caso de la valoración del proceso de descolonización, por entonces en pleno auge. Pablo VI deseaba un itinerario autónomo que se recorriera en paz y libertad. Después de más de cuarenta años, hemos de reconocer lo difícil que ha sido este recorrido, tanto por nuevas formas de colonialismo y dependencia de antiguos y nuevos países hegemónicos, como por graves irresponsabilidades internas en los propios países que se han independizado.
La novedad principal ha sido el estallido de la interdependencia planetaria, ya comúnmente llamada globalización. Pablo VI lo había previsto parcialmente, pero es sorprendente el alcance y la impetuosidad de su auge. Surgido en los países económicamente desarrollados, este proceso ha implicado por su naturaleza a todas las economías. Ha sido el motor principal para que regiones enteras superaran el subdesarrollo y es, de por sí, una gran oportunidad. Sin embargo, sin la guía de la caridad en la verdad, este impulso planetario puede contribuir a crear riesgo de daños hasta ahora desconocidos y nuevas divisiones en la familia humana. Por eso, la caridad y la verdad nos plantean un compromiso inédito y creativo, ciertamente muy vasto y complejo. Se trata de ensanchar la razón y hacerla capaz de conocer y orientar estas nuevas e imponentes dinámicas, animándolas en la perspectiva de esa «civilización del amor», de la cual Dios ha puesto la semilla en cada pueblo y en cada cultura.
Discurso del San Juan Pablo II, leído por el Card. Agostino Casaroli, a los trabajadores procedentes de toda Europa, 15 de mayo de 1981
La Iglesia del siglo XIX se hallaba frente a un desafío decisivo. Durante siglos ella había permanecido arraigada en una sociedad de tipo agrícola. Pero entonces se descubrió anunciadora del Evangelio a una nueva forma de sociedad, la industrial. Le tocó la tarea de desenmascarar los nuevos caminos del egoísmo, de la codicia y de la ambición de poder. Se trataba de defender de la explotación el trabajo y a los trabajadores. Los grandes beneficios debían ser puestos al servicio del bienestar común. Era preciso resolver, mediante el amor y la justicia, los conflictos que surgían. Había que oponerse a ideologías que no podían satisfacer la dimensión global del hombre y de sus necesidades. Había que exigir el salario justo, la seguridad para el sostenimiento de la familia, el derecho de asociación, la protección de los más débiles y una legislación social.
3. Tampoco hoy han sido superados estos varios imperativos; se recuerdan siempre, aun cuando la situación social de entonces no se puede comparar con la presente. La historia ha hecho progresos enormes. Y así también la doctrina social de la Iglesia debía continuar escribiéndose: el Papa Pío XI compuso la Encíclica Quadragesimo anno (1931); Pío XII lanzó el mensaje radiofónico del 1 de junio de 1941; Juan XXIII publicó las Encíclicas Mater et Magistra (1961) y Pacem in terris (1963); Pablo VI la Populorum progressio (1968), y la Carta Apostólica Octogesima adveniens (1971).
Pero es importante que estos documentos sean conocidos y, sobre todo, que su inquietud pastoral os penetre a cada uno de vosotros, más aún, a cada uno de los cristianos. Es necesario comprobar la fecundidad de la doctrina social cristiana mediante la vida; y es necesario irradiar sobre los otros la benéfica luz del Evangelio mediante el compromiso concreto, el testimonio en el trabajo, la actividad de promoción. En nuestros días la cuestión social ha adquirido una dimensión compleja y universal que tiene necesidad siempre de una norma ética. Así, no es posible buscar la justicia sólo a mero nivel económico, cuando se la conculca después en el plano de las libertades individuales o asociativas o de las necesidades espirituales de cada uno. Si se quiere promover al hombre, hay que hacerlo de manera integral, sin perder nunca de vista la plenitud de su dignidad y toda su verdad histórica. Es necesario no perder nunca de vista a Cristo, que ha querido ser conocido como el «Hijo del carpintero», y ser El mismo hombre del trabajo. Es necesario tener siempre presente esto, comprometerse por esto: para que el hombre nunca sea humillado en ninguno de sus componentes, entre los cuales es fundamental el religioso, porque condiciona otros muchos.
El trabajo debe convertirse en un medio eficaz para realizar la propia personalidad fuerte y generosa. Al mismo tiempo, le permite también establecer vínculos más sólidos con la propia familia, que forma la finalidad amorosa de sus fatigas; efectivamente, por ella se gasta: para su sostenimiento y para su pleno éxito material y espiritual. Por esto, si es verdad que el trabajo, con la inspiración del Evangelio, ayuda al hombre a ser más hombre, entonces «no es un bien tratar de poner a la Iglesia y al Evangelio del trabajo ‘al margen’. Con ello sufre la causa del hombre» (Discurso a los obreros de Terni, Italia, 19 de marzo de 1981, núm. 6). Al contrario, debéis insertar profundamente en el mundo del trabajo vuestra viva fe cristiana, y humanizarlo también mediante una referencia constante a vuestros seres queridos.
Encuentro del Papa Juan Pablo II con los trabajadores y empresarios, 07-11-1982, Viaje Apostólico a España. San Juan Pablo II
Queridos trabajadores y empresarios,
1. Me alegro de encontrarme hoy con vosotros en esta hermosa ciudad de Barcelona. Os saludo con particular afecto, y os agradezco vuestra cariñosa acogida, que me hace sentir tan a gusto entre vosotros, como un amigo y hermano. Os pido desde el primer momento que llevéis mi saludo a vuestros hijos y familias.
A vosotros, queridísimos trabajadores y trabajadoras, a los presentes y a los ausentes, a los nativos de esta tierra o provenientes de otras regiones, así como a los de toda España, vengo a anunciaros el “Evangelio del trabajo”.
2. La Iglesia considera un deber suyo imprescindible, en el campo social, ayudar “a consolidar la comunidad humana según la ley divina” (Gaudium et Spes, 42), recordando la dignidad y los derechos de los trabajadores, estigmatizando las situaciones en las que estos derechos son violados y favoreciendo los cambios que conducen al auténtico progreso del hombre y de la sociedad.
El trabajo responde al designio y a la voluntad de Dios. Las primeras páginas del Génesis nos presentan la creación como obra de Dios, el trabajo de Dios. Por esto, Dios llama al hombre a trabajar, para que se asemeje a El. El trabajo no constituye, pues, un hecho accesorio ni menos una maldición del cielo. Es, por el contrario, una bendición primordial del Creador, una actividad que permite al individuo realizarse y ofrecer un servicio a la sociedad. Y que además tendrá un premio superior, porque, “no es vano en el Señor” (1 Cor 15, 58).
Pero la proclamación más exhaustiva del “Evangelio del trabajo” la hizo Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre —y hombre del trabajo manual— sometido al duro esfuerzo. El dedicó gran parte de su vida terrena al trabajo de artesano e incorporó el mismo trabajo a su obra de salvación.
3. Por parte mía, en estos cuatro años de pontificado, no he dejado de proclamar, en mis Encíclicas y Catequesis, la centralidad del hombre, su primado sobre las cosas y la importancia de la dimensión subjetiva del trabajo, fundada sobre la dignidad de la persona humana. En efecto, el hombre es, en cuanto persona, el centro de la creación; porque sólo él ha sido creado a imagen y semejanza de Dios. Llamado a “dominar la tierra” (Gen 1, 28) con la perspicacia de su inteligencia y con la actividad de sus manos, él se convierte en artífice del trabajo – tanto manual como intelectual – comunicando a su quehacer la misma dignidad que él tiene.
El concepto cristiano del trabajo, amigos y hermanos trabajadores, ve en éste una llamada a colaborar con el poder y amor de Dios, para mantener la vida del hombre y hacerla más correspondiente a su designio. Así entendido, el trabajo no es una necesidad biológica de subsistencia, sino un deber moral; es un acto de amor y se convierte en alegría: la alegría profunda de darse, por medio del trabajo, a la propia familia y a los demás, la alegría íntima de entregarse a Dios, y de servirlo en los hermanos, aunque tal donación conlleva sacrificios. Por eso el trabajo cristiano tiene un sentido pascual.
La consecuencia lógica es que todos tenemos el deber de hacer bien nuestro trabajo. Si queremos realizarnos debidamente, no podemos rehuir nuestro deber ni conformarnos con trabajar mediocremente, sin interés, sólo por cumplir.
4. Vuestra laboriosidad tenaz y vuestro sentido de responsabilidad os hacen comprender, queridos hermanos y hermanas, qué lejos están del concepto cristiano del trabajo —y hasta de una recta visión del orden social— determinadas actitudes de desinterés, de derroche de tiempo y de recursos, que se están difundiendo en nuestros días, tanto en el sector público como en el privado. Por no hablar del fenómeno del absentismo, un mal social que no sólo toca la productividad, sino que ofende las esperanzas y sufrimientos de quien busca y reclama desesperadamente una ocupación.
Dentro del esfuerzo que empuja a creyentes y hombres de buena voluntad hacia el logro de una sociedad verdaderamente humana, la Iglesia quiere estar presente por fidelidad al Evangelio – “Buena Nueva” de salvación para todos, pero especialmente para los pobres y los oprimidos – recordando las enseñanzas que provienen de la palabra del Señor:
– El trabajo es ciertamente un bien del hombre y para el hombre. A este respecto, en la encíclica “Laborem Exercens”, he subrayado que “el trabajo es para el hombre y no el hombre para el trabajo” (IOANNIS PAULI PP. II Laborem Exercens, 6). El meollo de la doctrina social cristiana sobre el trabajo se centra aquí: no se llega al recto concepto del trabajo si no se está en estrecha dependencia con el recto concepto del hombre.
– El trabajo y la laboriosidad constituyen un deber y un servicio a la célula familiar, a su vida, unidad, desarrollo y perfeccionamiento. Por esto, “la razón de ser de la familia —decía hace tres años a los obreros polacos— es uno de los factores fundamentales que determinan la economía y la política del trabajo”.
– La naturaleza rectamente entendida del trabajo no sólo respeta las exigencias del bien común, sino que dirige y transforma toda actividad laboral en cooperación eficaz al bien de todos, enriqueciendo así el patrimonio de la familia humana.
5. Lo dicho anteriormente me lleva a tocar brevemente un problema que no es exclusivo de España, pero que la afecta en buen grado: me refiero al paro.
La falta de trabajo va contra el “derecho al trabajo”, entendido en el contexto global de los demás derechos fundamentales, como una necesidad primaria, y no un privilegio, de satisfacer las necesidades vitales de la existencia humana a través de la actividad laboral.
Es un problema urgente y que debe empujar a cada cristiano a asumir sus responsabilidades en nombre del Evangelio y de su mensaje de justicia, de solidaridad y de amor.
De un paro prolongado nace la inseguridad, la falta de iniciativa, la frustración, la irresponsabilidad, la desconfianza en la sociedad y en sí mismos; se atrofian así las capacidades de desarrollo personal; se pierde el entusiasmo, el amor al bien; surgen las crisis familiares, las situaciones personales desesperadas, y se cae entonces fácilmente – sobre todo los jóvenes – en la droga, el alcoholismo y la criminalidad.
Sería falaz y engañoso considerar este angustioso fenómeno, que se ha hecho ya endémico en el mundo, como producto de circunstancias pasajera s o como un problema meramente económico o socio-político. En realidad constituye un problema ético, espiritual, porque es síntoma de la presencia de un desorden moral existente en la sociedad, cuando se infringe la jerarquía de los valores.
6. La Iglesia, a través de su Magisterio social, recuerda que las vías de solución justa de este grave problema exigen hoy una revisión del orden económico en su conjunto. Es necesaria una planificación global y no simplemente sectorial de la producción económica: es necesaria una correcta y racional organización del trabajo, no sólo a nivel nacional, sino también internacional; es necesaria la solidaridad de todos los hombres del trabajo.
El Estado no puede resignarse a tener que soportar crónicamente un fuerte desempleo: la creación de nuevos puestos de trabajo debe constituir para él una prioridad tanto económica como política. Pero también los empresarios y los trabajadores deben favorecer la superación de la falta de puestos de trabajo: manteniendo unos el ritmo de producción en sus empresas, y rindiendo otros con la debida eficiencia en su trabajo, dispuestos a renunciar, por solidaridad, al “doble” empleo y al recurso sistemático al trabajo “extraordinario”, que reducen de hecho las posibilidades de admisión para los desocupados.
Hay que crear con todos los medios posibles una economía que esté al servicio del hombre. Para superar los contrastes de intereses privados y colectivos; para vencer los egoísmos en la lucha por la subsistencia, se impone en todos un verdadero cambio de actitudes, de estilo de vida, de valores; se impone una auténtica conversión de corazones, de mentes y de voluntades: la conversión al hombre, a la verdad por el hombre.
Me he detenido especialmente en este argumento tan actual. Sé que os preocupan otros muchos problemas referentes al salario, condiciones higiénico-sanitarias en el trabajo, protección contra accidentes laborales, el papel del sindicato, la participación en la gestión y beneficios de la empresa, y la adecuada protección a los trabajadores venidos de otras partes.
Se trata de una problemática compleja y vital para vosotros; pero quiero repetiros una vez más: no olvidéis que el trabajo tiene como característica primordial la de unir a los hombres: “En esto consiste su fuerza social: la fuerza de construir una comunidad” (IOANNIS PAULI PP. II Laborem Exercens, 20). Haced hincapié en ella y en los grandes valores cristianos que os animan. Llevad vuestra serenidad y confianza al lugar de trabajo. Iluminad vuestros ambientes de caridad y esperanza: así os resultará más fácil encontrar soluciones justas.
7. Permitidme ahora, queridos trabajadores y trabajadoras, que dirija mi palabra a otra clase de trabajadores de España: los empresarios, industriales, altos dirigentes, consejeros calificados de la vida socio-económica y promotores de complejos industriales.
Saludo y rindo honor en vosotros a los creadores de puestos de trabajo, empleo, servicios y enseñanza profesional; a todos los que en esta querida España dan trabajo y sustento a una gran muchedumbre de trabajadores y trabajadoras. El Papa os expresa su estima y gratitud por la alta función que cumplís al servicio del hombre y de la sociedad. También a vosotros anuncio el “Evangelio del trabajo”.
Y al invitaros a reflexionar sobre la concepción cristiana de la empresa, quisiera ante todo recordaros que, por encima de sus aspectos técnicos y económicos – en lo que sois maestros – hay uno más profundo: el de su dimensión moral. Economía y técnica, en efecto, no tienen sentido si no son referidas al hombre, al que deben servir.
De hecho, el trabajo es para el hombre, y no el hombre para el trabajo; por consiguiente, también la empresa es para el hombre, y no el hombre para la empresa.
Superar la innatural e ilógica antinomia entre capital y trabajo —exasperada a menudo artificialmente por una lucha de clases programada – es, para una sociedad que quiere ser justa, una exigencia indispensable, fundada sobre la primacía del hombre sobre las cosas. Solamente el hombre – empresario u obrero— es sujeto del trabajo y es persona; el capital no es más que “un conjunto de cosas” (IOANNIS PAULI PP. II Laborem Exercens, 12).
8. El mundo económico —lo sabéis bien— está sufriendo desde hace tiempo una gran crisis. La cuestión social, de un problema “de clases” se ha transformado en un problema “mundial”. La evolución de las fuentes de energía y la incidencia de fuertes intereses políticos en este campo, han creado nuevos problemas, provocando la puesta en duda de ciertas estructuras económicas hasta ahora consideradas indispensables e intocables, y haciendo cada vez más difícil su dirección.
Ante tales dificultades, no vaciléis; no dudéis de vosotros mismos; no caigáis en la tentación de abandonar la empresa, para dedicaros a actividades profesionales egoístamente más tranquilas y menos comprometedoras. Superad estas tentaciones de evasión y seguid valientemente en vuestro puesto; esforzándoos en dar cada vez un rostro más humano a la empresa, pensando en la gran aportación que ofrecéis al bien común cuando abrís nuevas posibilidades de trabajo.
En el desarrollo de la revolución industrial se cometieron en el pasado, también por parte de los empresarios, errores no pequeños. No por ello hay que dejar de reconocer y alabar públicamente, queridos industriales, vuestro dinamismo, espíritu de iniciativa, férrea voluntad, capacidad de creatividad y de riesgo, que han hecho de vosotros una figura clave en la historia económica y frente al futuro.
9. Por su misma dinámica intrínseca la empresa está llamada a realizar, bajo vuestro impulso, una función social —que es profundamente ética—: la de contribuir al perfeccionamiento del hombre, de cada hombre, sin ninguna discriminación; creando las condiciones que hacen posible un trabajo en el que, a la vez que se desarrollan las capacidades personales, se consiga una producción eficaz y razonable de bienes y servicios, y se haga al obrero consciente de trabajar realmente “en algo propio”.
La empresa es, por tanto, no solamente un organismo, una estructura de producción, sino que debe transformarse en comunidad de vida, en un lugar donde el hombre convive y se relaciona con sus semejantes; y donde el desarrollo personal no sólo es permitido sino fomentado. El enemigo principal de la concepción cristiana de la empresa, ¿no es quizá un cierto funcionalismo que hace de la eficacia el postulado único e inmediato de la producción y del trabajo?
Las relaciones de trabajo son, ante todo, relaciones entre seres humanos y no pueden medirse con el único método de la eficacia. Vosotros mismos, queridos empresarios presentes, si queréis que vuestra actividad profesional sea coherente con vuestra fe, no os conforméis con que “las cosas marchen”, que sean eficaces, productivas y eficientes; sino buscad más bien que los frutos de la empresa redunden en beneficio de todos por medio de la promoción humana global y el perfeccionamiento personal de aquellos que trabajan a vuestro lado y colaboran con vosotros.
Sé que la realidad socio-económica es por su misma naturaleza bastante compleja, hasta el punto de parecer difícilmente gobernable en los momentos de crisis agudas, sobre todo cuando adquiere proporciones planetarias. Sin embargo, es precisamente en tales situaciones cuando conviene dejarse guiar por un gran sentido de justicia y por una total confianza en Dios. En los tiempos difíciles y duros para todos —como son los de las crisis económicas— no se puede abandonar a su suerte a los obreros, sobre todo a los que —como los pobres, los inmigrantes— sólo tienen sus brazos para mantenerse. Conviene recordar siempre un principio importante de la doctrina social cristiana: “La jerarquía de valores, el sentido profundo del trabajo mismo exigen que el capital esté en función del trabajo, y no el trabajo en función del capital”.
10. Y ahora, al finalizar nuestro encuentro, quiero deciros una última palabra, queridos hermanos obreros y queridos empresarios de España: ¡Sed solidarios!
El tiempo en que vivimos exige con urgencia que en la convivencia humana, nacional e internacional, cada persona y grupo superen sus posiciones inamovibles y los puntos de vista unilaterales que tienden a hacer más difícil el diálogo e ineficaz el esfuerzo de colaboración.
La Iglesia no ignora la presencia de tensiones e incluso conflictos en el mundo del trabajo. ¡Pero no es con los antagonismos o con la violencia como se resuelven las dificultades! ¿Por qué no buscar vías de solución entre las partes? ¿Por qué rechazar el diálogo paciente y sincero? ¿Por qué no recurrir a la buena voluntad de escucha, al mutuo respeto, al esfuerzo de búsqueda leal y perseverante, aceptando acuerdos incluso parciales, pero portadores siempre de nuevas esperanzas?
El trabajo tiene en sí una fuerza, que puede dar vida a una comunidad: la solidaridad. La solidaridad del trabajo, que espontáneamente se desarrolla entre los que comparten el mismo tipo de actividad o profesión, para abrazar con los intereses de los individuos y de los grupos el bien común de toda la sociedad. La solidaridad con el trabajo, es decir, con cada hombre que trabaja, la cual – superando todo egoísmo de clase o intereses políticos unilaterales – se hace cargo del drama de quien está desocupado o se encuentra en difícil situación de trabajo. Finalmente, la solidaridad en el trabajo; una solidaridad sin fronteras, porque está basada en la naturaleza del trabajo humano, es decir, sobre la prioridad de la persona humana por encima de las cosas.
Tal solidaridad, abierta, dinámica, universal por naturaleza, nunca será negativa; una “solidaridad contra”, sino positiva y constructiva, una “solidaridad para”, para el trabajo, para la justicia, para la paz, para el bienestar y para la verdad en la vida social.
11. ¡Amadísimos hermanos y hermanas!
Vuestra sensibilidad de creyentes, vuestra fe de cristianos os ayude a vivir la Buena Nueva, el “Evangelio del trabajo”. Sed conscientes de vuestra dignidad de trabajadores manuales o intelectuales. Colaborad con espíritu de solidaridad en los problemas sociales que os acosan. Sed levadura y presencia cristiana en cualquier parte de España.
La Iglesia confía en vosotros, os sigue, os apoya, os quiere: sed siempre dignos de vuestras tradiciones religiosas y familiares.
Permitidme que os recuerde, particularmente, que por causa del trabajo no descuidéis vuestra familia y vuestros hijos. Y emplead el descanso festivo para el encuentro renovado con Dios y la sana diversión.
Confío a la Madre de Montserrat vuestras personas, hijos y familias.
Estimats treballadors i empresaris: Que Déu us ajudi a interessarvos al bé de tot home, vostre germá.
Para saber más:
Algunos documentos de la Iglesia sobre algunas ideologías
La tentación de Jesús en el monte. [El diablo] le mostró [a Jesús] los reinos del mundo y su gloria, y le dijo: «Todo esto te daré, si te postras y me adoras». Entonces le dijo Jesús: «Vete, Satanás, porque esta escrito: “Al Señor, tu Dios, adorarás y a él solo darás culto”»
(Mt 4, 8b-10)
«Todo pasa, solo Dios permanece. Han pasado reinos, pueblos, culturas, naciones, ideologías, potencias, pero la Iglesia, fundada sobre Cristo, a través de tantas tempestades y a pesar de nuestros muchos pecados, permanece fiel al depósito de la fe en el servicio, porque la Iglesia no es de los Papas, de los obispos, de los sacerdotes y tampoco de los fieles, es única y exclusivamente de Cristo. Solo quien vive en Cristo promueve y defiende a la Iglesia con la santidad de vida, a ejemplo de Pedro y Pablo.» (Papa Francisco, Homilía en la Santa Misa y bendición de los palios para los nuevos metropolitanos en la solemnidad de san Pedro y san Pablo, 29 de junio de 2015).