La purificación de la memoria.
José Luis Loriente Pardillo, párroco.
Con la memoria ocurre lo mismo que con otros muchos temas: la conectamos en seguida a una serie de lugares comunes: «No hay que perder la memoria», «Hay que aprender de los judíos, nuestros abuelos, que son la religión de la memoria», «Somos nuestra memoria», «No hay identidad sin memoria», «Los muertos sobreviven en la memoria de los vivos»… Aquí no prejuzgamos si son verdaderos o falsos, pero lo que vamos a sostener es que la memoria debe ser purificada o que, al menos, debe ser ejercitada con vistas a un horizonte de purificación. En lenguaje moderno: que debe ser relativizada, es decir, puesta en relación a un fin-bien mayor. Con ello, conectamos con la tradición espiritual cristiana.
La memoria es importante para el aprendizaje. Es esencial para la fe y la relación con Dios (ahí está la Sagrada Escritura como testimonio -memoria- de la relación privilegiada del pueblo de Israel con Dios), pero la memoria debe ser depurada y ensanchada, como cualquiera de las capacidades humanas, para que quepa Dios en ella, porque también tiene sus peligros y opera sus reducciones con respecto a Dios.
Uno de los maestros de esta purificación de la memoria es sin duda San Juan de la Cruz. Su aportación es compleja y está sin duda expresada en un lenguaje teórico deficiente, mezcla planos y no parece ser sistemático. Más bien su doctrina desborda el sistema y el lenguaje en el que se expresa.
El místico carmelita liga la memoria a la esperanza teologal en algo más que un acercamiento hermenéutico acomodaticio y nos ofrece una doctrina eminentemente práctica: si estamos aferrados a nuestros recuerdos, incluso de las cosas espirituales, no podemos ir a Dios, al Dios verdadero. Dicho en positivo:
«Cuanto más la memoria se desposee, tanto más tiene de esperanza, y cuanto más de esperanza tiene, tanto más tiene de unión de Dios; porque acerca de Dios, cuanto más espera el alma, tanto más alcanza. Y entonces espera más cuando se desposee más; y cuando se hubiere desposeído perfectamente, perfectamente quedará con la posesión de Dios en unión divina. Mas hay muchos que no quieren carecer de la dulzura y sabor de la memoria en las noticias, y por eso no vienen a la suma posesión y entera dulzura; porque el que no renuncia todo lo que posee, no puede ser su discípulo (Lc. 14, 33)» (IIIS 7, 2).
Como buen pedagogo, o mejor aún como buen mistagogo, San Juan de la Cruz sabe de la importancia de la memoria para lo que él llama «los principiantes». Pero con su enseñanza espiritual siempre nos lleva más allá y le pasa el cepillo a contrapelo, porque «el alma buena siempre en lo bueno se ha de recelar más, porque lo malo ello trae consigo el testimonio de si» (3S 37, 1). Así que más que para la catequesis, lo que estoy diciendo aquí es de interés general. Lo que pretendo es que nos ayude a utilizar la memoria teniendo en cuenta que luego habrá que ir más allá.
La memoria no es sólo el receptáculo de los recuerdos (la memoria sensible), sino la capacidad de recordar (i. e., una potencia espiritual). Por tanto, en la purificación de la memoria hay una aniquilación de los recuerdos que va haciendo Dios (y el tiempo), pero -más importante aún- hay una purificación del uso de la potencia para que los recuerdos no contribuyan a la dispersión de la atención vital o a fabricarnos un ídolo y dañen así la relación con Dios.
La memoria, que mantiene vivos los recuerdos y los recrea una y otra vez, es, por ello, una potencia que nos moviliza en el presente y refuerza el deseo o la aversión de aquello que sus contenidos representan. La memoria, que mir al pasado, tiene mucho que ver mucho más de lo que parece con el deseo, volcado al futuro. Las expectativas del hombre son presentes y se dirigen al futuro, pero se fundamentan en los recuerdos. Así, la memoria orienta las expectativas humanas, pero por eso mismo muchas veces las reduce al pasado y al mundo, a lo que conocemos. Eso nos impide avanzar en el camino de la fe hacía una experiencia del Dios siempre más grande.
De aquí se desprende algo novedoso, revolucionario, que podemos leer entre las líneas de San Juan de la Cruz: purificar la memoria, arreglar o sanar su mecanismo, será en cierto modo hacerla andar hacia el futuro y precisamente hacia el futuro cierto. En otro lenguaje: hacerla mirar hacia arriba.
Este futuro cierto y este arriba dónde mirar nos los suministra la virtud de la esperanza. Por ello, es la esperanza la que sana la memoria:
«La esperanza vacía y aparta la memoria de toda posesión de criatura, porque como dice san Pablo (Rm. 8, 24), la esperanza es de lo que no se posee, y así aparta la memoria de lo que se puede poseer, y pónela en lo que espera. Y por esto la esperanza de Dios sola dispone a la memoria puramente a unirla con Dios» (2N 22, 11).
Además, de esto que es lo principal, hay otros peligros de la memoria y otros bienes que nos esperan tras su purificación. Estar centrados en las vivencias del pasado -ya sea personal o comunitario- nos acarrea una serie de daños positivos, que podríamos decir temporales. Y sortear estos daños nos conduce fundamentalmente a la paz interior.
La memoria es débil por naturaleza. ¿Cuántas veces no hemos porfiado sobre un asunto en el que luego nuestro recuerdo ha resultado falso o inexacto? ¿Y cuántas veces eso no nos ha traído conflictos o nos ha hecho caer en otros pecados (mentira, orgullo, vanagloria, rencor…? La memoria se mueve normalmente por imágenes y por eso en ella el demonio tiene mucha mano para confundirnos, dirá San Juan de la Cruz (cf. 3S 4). ¿Cuántas veces la memoria no nos deja anclados en el pasado, melancólicos, inmóviles…? ¿Cuántas veces no nos ayuda a fabricarnos un ídolo, porque adornamos, edulcoramos y manipulamos la imagen de aquella persona o situación o de Dios? Y, por supuesto, está el uso patológico que algunas personas padecen, más que ‘hacen’, de la memoria (obsesiones, escrúpulos, etc.).
La memoria de «Don-erre-que-erre», la memoria del eterno ofendido, la memoria de la deuda no pagada («¡Con lo que yo he hecho por ellos!»), la memoria refugio, la memoria de la Edad dorada («Cualquiera tiempo pasado fue mejor»), la memoria del «perdono-pero-no-olvido»… cuanto daño no nos hacen. La experiencia pastoral nos lo muestra.
Queda claro que la ascesis y la purificación de la memoria es necesaria.
Entonces, podríamos preguntarnos: ¿hay algo que se pueda rescatar del pasado sin daño? San Juan de la Cruz dice que sí. En principio, aquello que nos sirva para cumplir nuestras obligaciones y, específicamente en el terreno de la fe, aquello que nos ayuda a crecer en el amor, para animar el amor. Atención que dice el ‘amor’, no el sentimiento o el gusto. De entre ello, es muy saludable recordar lo que no tiene forma ni figura (una cosa que los maestros del espíritu llaman las noticias espirituales y que no es el caso explicar aquí, pero que puede tener que ver con el contenido de las virtudes teologales).
Porque, vuelve a insistir, «cuantas más cosas se poseen, menos capacidad y habilidad hay para esperar, y consiguientemente menos esperanza, y que, según esto, cuanto más el alma desaposesionare la memoria de formas y cosas memorables que no son Dios, tanto más pondrá la memoria en Dios y más vacía la tendrá para esperar de él el lleno de su memoria. Lo que ha de hacer, pues, para vivir en entera y pura esperanza de Dios, es que todas las veces que le ocurrieren noticias, formas e imágenes distintas, sin haber asiento en ellas, vuelva luego el alma a Dios en vacío de todo aquello memorable con afecto amoroso, no pensando ni mirando en aquellas cosas más de lo que le bastan las memorias de ellas para entender y hacer lo que es obligado, si ellas fueren de cosa tal» (3S 15, 1).
Haciendo una relectura de su doctrina podríamos decir que lo que podemos traer continuamente a nuestra memoria es el contenido de la fe, lo objetivo de las virtudes teologales, que no son sentimientos, ni imágenes, ni lugares, ni situaciones positivas, etc. a los que se pueda apegar el alma. Cobra, por tanto, gran sentido el lema esta jornada en este contexto:
«Acuérdate de Jesucristo, resucitado de entre los muertos, nacido del linaje de David, según mi evangelio, por el que padezco hasta llevar cadenas, como un malhechor; pero la palabra de Dios no está encadenada. Por eso lo aguanto todo por los elegidos, para que ellos también alcancen la salvación y la gloria eterna en Cristo Jesús. Es palabra digna de crédito: Pues si morimos con él, también viviremos con él; si perseveramos, también reinaremos con él; | si lo negamos, también él nos negará. Si somos infieles, él permanece fiel, | porque no puede negarse a sí mismo. Esto es lo que has de recordar» (II Tm 2, 8-14a).