“Quisiera ahora, en particular, dirigir una palabra a aquellos de ustedes que tienen la delicada misión de formular y aprobar las leyes: una tarea que aproxima el hombre a Dios, supremo Legislador, de cuya Ley eterna toda ley recibe en ultima instancia su validez y su fuerza obligante. A esto se refiere precisamente la afirmación de que la ley positiva no puede contradecir la ley natural, al ser ésta una indicación de las normas primeras y esenciales que regulan la vida moral y, por tanto, expresión de las características, de las exigencias profundas y de los más elevados valores de la persona humana. Como he tenido ocasión de afirmar en el Encíclica Evangelium vitae, “en la base de estos valores no pueden estar provisionales y volubles ‘mayorías’ de opinión, sino sólo el reconocimiento de una ley moral objetiva que, en cuanto ‘ley natural’ inscrita en el corazón del hombre, es punto de referencia normativa de la misma ley civil” (n. 70).
Esto significa que las leyes, sean cuales fueren los campos en que interviene o se ve obligado a intervenir el legislador, tienen que respetar y promover siempre a las personas humanas en sus diversas exigencias espirituales y materiales, individuales, familiares y sociales. Por tanto, una ley que no respete el derecho a la vida del ser humano —desde la concepción a la muerte natural, sea cual fuere la condición en que se encuentra, sano o enfermo, todavía en estado embrionario, anciano o en estadio terminal— no es una ley conforme al designio divino. Así pues, un legislador cristiano no puede contribuir a formularla ni aprobarla en sede parlamentaria, aun cuando, durante las discusiones parlamentarias allí dónde ya existe, le es lícito proponer enmiendas que atenúen su carácter nocivo. Lo mismo puede decirse de toda ley que perjudique a la familia y atente contra su unidad e indisolubilidad, o bien otorgue validez legal a uniones entre personas, incluso del mismo sexo, que pretendan suplantar, con los mismos derechos, a la familia basada en el matrimonio entre un hombre y una mujer.
En la actual sociedad pluralista, el legislador cristiano se encuentra ciertamente ante concepciones de vida, leyes y peticiones de legalización, que contrastan con la propia conciencia. En tales casos, será la prudencia cristiana, que es la virtud propia del político cristiano, la que le indique cómo comportarse para que, por un lado, no desoiga la voz de su conciencia rectamente formada y, por otra, no deje de cumplir su tarea de legislador. Para el cristiano de hoy, no se trata de huir del mundo en el que le ha puesto la llamada de Dios, sino más bien de dar testimonio de su propia fe y de ser coherente con los propios principios, en las circunstancias difíciles y siempre nuevas que caracterizan el ámbito político.” (Beato Juan Pablo II, papa, 04-11-2000)