«Es necesario que las naciones más fuertes sepan ofrecer a las más débiles oportunidades de inserción en la vida internacional; que las más débiles sepan aceptar estas oportunidades, haciendo los esfuerzos y los sacrificios necesarios para ello, asegurando la estabilidad del marco político y económico, la certeza de perspectivas para el futuro, el desarrollo de las capacidades de los propios trabajadores, la formación de empresarios eficientes y conscientes de sus responsabilidades.74
Actualmente, sobre los esfuerzos positivos que se han llevado a cabo en este sentido grava el problema, todavía no resuelto en gran parte, de la deuda exterior de los países más pobres. Es ciertamente justo el principio de que las deudas deben ser pagadas. No es lícito, en cambio, exigir o pretender su pago, cuando éste vendría a imponer de hecho opciones políticas tales que llevaran al hambre y a la desesperación a poblaciones enteras. No se puede pretender que las deudas contraídas sean pagadas con sacrificios insoportables. En estos casos es necesario —como, por lo demás, está ocurriendo en parte— encontrar modalidades de reducción, dilación o extinción de la deuda, compatibles con el derecho fundamental de los pueblos a la subsistencia y al progreso.» (Encíclica Centesimus annus, n. 35. 01-05-1991. Juan Pablo II)