El pasado domingo 16 de julio, los hijos, nietos y bisnietos de los alfareros y cacharreros de Alcalá de Henares cumplieron con la centenaria tradición de celebrar a sus patronas, las mártires hispalenses Justa y Rufina, patronas de este antiquísimo oficio artesanal.
La Misa anual fue celebrada en la parroquia de San José de Alcalá de Henares por el sacerdote salesiano Eustaquio Sánchez. Como era la eucaristía dominical dedicada a los niños, y aprovechando que en esta ocasión recibía el cetro de hermana mayor de la cofradía una niña de 7 años, el oficiante dio a la celebración un toque cercano y adaptado a los más pequeños.
Antes de dar la bendición final, el P. Eustaquio llamó a la hermana mayor saliente, Laura Martínez Martínez, y a su hija Isabel López Martínez para que, en presencia de todos los fieles, se produjera el traspaso del cetro y del estandarte, que se coronó con un cariñoso aplauso. «Ahora, Isabel, tienes que dar ejemplo a tus padres, a tus hermanos, a tus abuelos, y ser una buena cristiana, como lo fueron Justa y Rufina amigas de Jesús hasta sus últimas consecuencias», concluyó.
Terminada la ceremonia religiosa y tras hacerse las fotografías de rigor, la pequeña comitiva de alfareros se trasladó a un restaurante cercano donde, como manda la tradición, se pasaron al cobro las cuotas de la hermandad.
El entrañable acto concluyó con unas emocionantes palabras de recuerdo por Antonio Gago Martín, hermano recientemente fallecido. El tesorero, Mariano López Guillén, definió a Antonio, alcalaíno de raíces zamoranas, como un hombre bondadoso, cumplidor, honrado y muy trabajador. «Era una de esas pocas personas que hacen grandes a las naciones», concluyó un López Guillén visiblemente emocionado.
La reunión continuó de manera informal con un ágape fraterno, salpicado con simpáticos vivas a la jovencísima hermana mayor.
Durante siglos, nuestros cerros ofrecieron a los alfareros de Alcalá una arcilla de extraordinaria calidad para realizar tejas, ladrillos, ollas, cántaros, pucheros, botijos, orzas o mantequeras, tiestos, caperuzas de chimenea, comederos para aves, cangilones, y un largo etcétera de piezas de indudable carácter utilitario pero con entrañable belleza popular. Es lo que los expertos denominan «alfarería de basto» en contraposición a la loza fina de la que es ejemplo la delicada porcelana.
A mediados del siglo XX sobrevivían en nuestra ciudad tres alfares: dos en la calle don Juan I y uno en la calle Vaqueras. Todos cerraron en la década de 1960, ante la imparable y despiadada competencia de la industria del plástico. Atrás quedaban los traslados del barro en carros tirados por mulas, la delicada elaboración de las vasijas en los tornos de madera, secadas al sol de los patios, las cargas de viruta para encender los hornos de origen árabe, las espesas humaredas de la cocción,… Un lento pero cuidado proceso que generaba obras de uso común, pero que hoy son auténticas piezas de coleccionista.
El viento del progreso se llevó por delante a los artesanos, pero también a los vendedores de estos cacharros, los popularmente conocidos como «cacharreros». En Alcalá hubo tres establecimientos de venta hasta finales de la década de 1970: dos en la calle Mayor -Eugenio Rodríguez y Cándida Fernández Blas-, y la más grande en la plaza de Cervantes, regentada por Pedro Rodríguez y su esposa Fermina Soria.
En el siglo XXI nada queda ya de los alfareros complutenses, salvo la calle Braulio Vivas. Sin embargo, hay un empeño profundo en este grupo de alcalaínos que, pese al paso de los años, se resisten a olvidar sus raíces.
Miguel Ángel López Roldán
Historiador, profesor y periodista