Alcalá de Henares, a 4 de junio de 2009 – Jesucristo Sumo y Eterno Sacerdote
El Espíritu de Cristo clama en nosotros: ¡Abbá, Padre! (Gal 4,6)
Muy queridas Rvda. Madre Superiora y Hermanas:
En primer lugar reciban un paternal y afectuoso saludo en el Señor resucitado.
Con corazón de pastor, me dirijo a Vds. en nombre propio y en el de toda la Diócesis Complutense, para agradecer al Altísimo, con ocasión de la solemnidad de la Santísima Trinidad, el don que significan para la Iglesia todas y cada una de Vds. -sus personas y sus vidas- entregadas en oración perpetua al Esposo, Jesucristo, por amor a Dios y al prójimo.
Hoy en día, a muchos, la oración les resulta difícil de entender. En realidad, detrás del debate sobre la oración hay dos visiones diferentes del mundo. O bien el universo está regido por fuerzas ciegas o bien existe un amor personal que ha creado el mundo y lo fundamenta. La racionalidad del mundo no es el producto casual de procesos en sí mismos irracionales, sino expresión del amor creador. Desde esta segunda concepción, la oración, lejos de constituir una alienación, nos conduce al corazón mismo de la realidad, a la fuente de la que manan el orden y la medida que la ciencia se esfuerza por conocer cada vez mejor.
Tras el debate hay también dos visiones del ser humano. O bien el hombre es capaz de superar por sí mismo sus miserias y las dificultades de la vida individual y social o bien -como nos enseña la revelación cristiana- es un ser indigente y necesitado de salvación. El capítulo 8 de la carta del apóstol san Pablo a los romanos afirma que la creación está sometida a la caducidad y gime por ser liberada de su esclavitud como con dolores de parto (cfr. Rm 8, 20-22). A lo largo de los siglos no han dejado de sucederse los intentos por hacer un mundo unido y en paz. Sin embargo, pecados viejos y nuevos, desastres antiguos y modernos frustran de forma inexorable esos afanes y siembran el mundo de horrores. La creación gime como en un parto en el que no se consigue que nazca el nuevo mundo deseado.
El pasaje de san Pablo enseña que además del gemido del creación, existe también el de los propios creyentes (cfr. Rm 8,23s). También nosotros gemimos en nuestro interior, porque tenemos dificultades, lagunas, inmadureces, lentitudes y pecados que somos incapaces de superar por nosotros mismos.
Por su encarnación el Hijo de Dios ha hecho suyos estos gritos y también su Espíritu clama inefablemente; es el tercero de los gemidos de que habla Pablo. La oración cristiana no consiste en otra cosa que en dejar que el Espíritu del Señor haga suyo nuestro gemido. Su Espíritu se une así a nuestro espíritu y nos hace exclamar, como el propio Jesús: ¡Abbá, Padre! (cfr. Rm 8, 15s. 26s; Gal 4,6; Mensaje para la Jornada Pro Orantibus 2009).
La vocación de los contemplativos es la de unir el grito de la creación y del hombre al gemido del Espíritu de Jesús. No sólo no se desentienden de los afanes del mundo y de sus hermanos, sino que hacen suyas las aspiraciones más hondas de los mismos.
La Iglesia necesita a las monjas y monjes contemplativos. La experiencia nos enseña que la persona que empieza a dedicar tiempo a Dios aprende también a sacar tiempo para los demás. Lo mismo sucede con las comunidades cristianas: sus vocaciones a la vida contemplativa son un signo vivo de que la comunidad se reconoce pobre y lo espera todo de Dios. Se pone así en marcha un proceso en el que la comunidad va pasando de vivir centrada en sí misma a estar cada vez más disponible para Dios y los demás hombres.
A su vez, los contemplativos necesitan a la Iglesia. La contemplación cristiana es en su misma esencia eclesial. La monja y el monje cristianos nunca deben perder de vista esta verdad. Como contemplativos buscan pasar de la dispersión de las “muchas cosas” a la paz y el sosiego de la unidad; ahora bien, dado que esta aspiración es compartida por muchas espiritualidades no cristianas, deben tener clara cuál es la especificidad del cristianismo en este punto.
Comentando la escena de Marta y María, en la que Jesús remite a Marta a lo “único necesario” (Lc 10,42), explica san Agustín que la ansiada unidad se encuentra en la Trinidad: “Porque sólo una cosa es necesaria, aquella suma cosa única, en que son una sola cosa el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Mira cómo se nos remite a la unidad” (Sermón 103, 3, 4). Jesucristo, como Sumo Sacerdote, introdujo esa unidad en nuestro mundo. A partir de entonces, la unidad trinitaria habita en la Iglesia. Al incorporarnos a la comunión eclesial, nos estamos adentrando en la mismísima unidad de la Trinidad. Por eso dirá el Obispo de Hipona en el mismo sermón: “Sólo una cosa es necesaria. A esta sola cosa nos conduce únicamente el que nosotros, siendo muchos, tengamos un solo corazón”, y también: “En la medida en que ama alguien a la Iglesia, en esa misma medida posee el Espíritu Santo” (Tratados sobre el Evangelio de san Juan 32, 8).
Los grandes contemplativos han vivido admirablemente esta eclesialidad, como santa Teresa de Jesús, que en su lecho de muerte, tras haber recibido al Señor, “muchas veces le daba gracias, porque la había hecho hija de la Iglesia y porque moría en ella; muchas veces repetía: En fin, Señor, soy hija de la Iglesia” (expediente de beatificación, declaración de María de san Francisco).
La Jornada Pro Orantibus que celebramos con ocasión de la solemnidad de la Santísima Trinidad es expresión de esa comunión que une a la Iglesia con sus hijos contemplativos. Así como el día 2 de febrero la Iglesia reza por todas las formas de vida consagrada, en este domingo de la Santísima Trinidad se nos invita a orar especialmente por las monjas y monjes contemplativos. “Invoquemos a María, Madre del Señor, la ‘mujer de la escucha’, que no antepuso nada al amor del Hijo de Dios nacido de ella, para que ayude a las comunidades […] monásticas a ser fieles a su vocación y misión” (Benedicto XVI, A la Asamblea de la Congregación para los Institutos de Vida consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica, 20 de noviembre de 2008).
Para terminar les suplico, que siempre fieles al amor primero —al carisma fundacional—, eleven fervientes oraciones a Dios, por intercesión de la Santísima Virgen María, los Santos Niños Justo y Pastor, y de todos los santos y santas, por nuestra diócesis de Alcalá de Henares, especialmente por los que más sufren y por los más ‘pequeños’, y también por este indigno sucesor de los Apóstoles.
Reciban, con todo afecto en Cristo, mi bendición.
Mons. Juan Antonio Reig Pla, Obispo de Alcalá de Henares