Mons. Prieto en la apertura del Año Jubilar 2025: «Peregrinemos hasta Cristo, que es el fundamento de nuestra esperanza»

Más de un millar de personas han participado en la Eucaristía de apertura del Año Jubilar 2025 en la Diócesis de Alcalá de Henares. Muchas más lo han hecho en la peregrinación desde la parroquia de Santa María la Mayor hasta la Catedral-Magistral, que se ha quedado pequeña a pesar de haber instalado sillas en las naves laterales y en la girola.

Más de 70 sacerdotes han concelebrado la Santa Misa junto a Mons. Antonio Prieto Lucena, obispo complutense; entre ellos Mons. Alberto Ortega Martín, nuncio en Venezuela.

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La apertura dio comienzo el domingo 29 de diciembre de 2024 a las cinco de la tarde en la parroquia de Santa María, en la calle Libreros, en Alcalá de Henares. Allí realizó el rito de la acogida. Se proclamó el Evangelio y se leyó un fragmento de la bula ‘Spes non confundit’ por la que el Papa Francisco convoca el Jubileo 2025.

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Seguidamente, el obispo bendijo las cuatro cruces que han sido elaboradas para cada una de las cuatro vicarías de la diócesis y que acompañarán durante todo el año a las peregrinaciones que se hagan desde las diferentes parroquias de todo el territorio diocesano.

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Finalizada esta acogida, se realizó una peregrinación hasta la Catedral-Magistral encabezada por la cruz y seguida por el Evangelio, el obispo, los sacerdotes y los fieles de las diferentes vicarías.

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Una vez llegados a la Catedral-Magistral tuvo lugar la Santa Misa cuya homilía se puede leer a continuación.

Homilía del obispo de Alcalá de Henares en la apertura del Jubileo en la diócesis complutense

Querido D. Alberto, nuncio de su Santidad en Venezuela. Queridos sacerdotes y seminaristas, miembros de la vida consagrada, autoridades, queridos hermanos todos en el Señor.

Gracias por acudir a esta celebración, con la que inauguramos en nuestra diócesis el Jubileo del Año 2025. Demos gracias a Dios que nos concede este tiempo de gracia, en el que tenemos la oportunidad de renovar nuestra vida cristiana y de dar un nuevo impulso a nuestro compromiso misionero.

Acabamos de vivir el signo de la peregrinación hasta nuestra Catedral Magistral. Hemos venido caminando juntos, como pueblo de Dios, precedidos por la Cruz de Cristo, que es nuestra ancla de salvación. La Cruz de Cristo es signo de la esperanza que no defrauda, porque está fundada en el amor de Dios, misericordioso y fiel. Es hermoso que la Cruz que nos ha guiado pertenezca a las Carmelitas Descalzas de nuestra ciudad, expresando la unión a nuestro Jubileo de todas las comunidades contemplativas de la Diócesis. De igual modo, también es significativo que los estandartes que han precedido la peregrinación de las diferentes vicarías territoriales hayan sido confeccionados por nuestros hermanos privados de libertad de la cárcel de Estremera. Con ello queremos expresar que la gracia del Jubileo es para todos, pero especialmente para aquellos que más sufren, a causa de la soledad, la enfermedad, la incomprensión o la falta de sentido.

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El Papa Francisco ha querido que el Jubileo comience en todas las diócesis el día de la fiesta de la Sagrada Familia de Nazaret. Jesucristo, al nacer y crecer en el seno de una familia, bendijo a todas las familias de la historia y mostró así que la familia es una institución absolutamente necesaria para la Iglesia y para la sociedad. “El futuro de la sociedad se fragua en la familia”, decía San Juan Pablo II. Si el hombre es el camino de la Iglesia, la familia es expresión primordial de este camino. Luego, la familia es el camino de la Iglesia. La gran Iglesia, cuerpo místico del Señor, no puede subsistir sin la Iglesia doméstica.

Desde hace unos años, la familia está sufriendo un preocupante proceso de disolución. Los vertiginosos cambios económicos, políticos, culturales y tecnológicos, están privilegiando el ideal de un individuo autónomo y sin vínculos. En este ideal, la familia se ve como algo anticuado, superado o incluso como un estorbo, sobre todo para los poderes que quieren manipular al individuo para sus intereses egoístas. Ante la incertidumbre por el futuro, se va perdiendo el deseo de transmitir la vida. Las familias están sometidas a mucho estrés, por la falta de garantías laborales, de vivienda y de tutelas sociales, lo cual merma sus posibilidades de tener hijos, con la consecuente crisis demográfica que amenaza los cimientos de nuestra estructura social. Por eso, hoy más que nunca, la Iglesia y la sociedad necesitan una familia sólida en su identidad y en su misión.

“No es bueno que el hombre esté solo”. Nuestro “yo personal” se construye en la relación con los demás. No somos una isla, ni la familia es simplemente “un lugar de paso”. Nuestra vocación más radical es el amor. Todos hemos nacido como hijos, en el seno de una familia, para llegar a ser esposos y convertirnos en padres. Por eso, en una sociedad como la nuestra, herida por el aislamiento, la soledad y la ruptura de los lazos comunitarios, la familia cristiana es fuente de esperanza.

En medio de tantas dinámicas que llevan a la división y el desencuentro, la familia es la comunidad del amor incondicional, es la cuna donde se aprende el sentido de la solidaridad, la gratitud y el cuidado de los demás.

Donde hay familia hay esperanza, porque la familia es un reflejo del amor infinito de Dios. Aquí tocamos el núcleo de la verdadera esperanza. Donde hay amor hay esperanza. Saberse amado, saber que existimos en el corazón de otra persona y corresponder a ese amor, dilata nuestra existencia, nos pone en marcha, nos moviliza y nos hace superar todos los obstáculos. En cambio, donde falta el amor, falta la esperanza y falta la fecundidad. Solo hay interés egoísta o soledad.

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Queridos hermanos: en este año Jubilar que comenzamos, la Iglesia nos invita a ser peregrinos de esperanza. Esto significa renovar la esperanza en nuestro corazón, para convertirnos en signo de esperanza para los demás. Al comienzo de nuestro camino debemos preguntarnos: “¿tengo esperanza en mi corazón? ¿qué me está impidiendo vivir con esperanza?” A partir de estos interrogantes, peregrinemos hasta Cristo, que es el fundamento de nuestra esperanza. Cristo es la esperanza que no defrauda, porque su amor y su misericordia no nos faltarán nunca. A lo largo de la historia, Dios ha demostrado que su amor es fiel, venciendo la constante infidelidad del hombre. Dios prometió tierra y descendencia a Abraham; sacó al pueblo elegido de la esclavitud; hizo alianza con Moisés y ha cumplido todas estas promesas en Cristo, que habita en la Iglesia. La Iglesia lleva viviendo de la presencia y la promesa de Cristo desde hace más de dos mil años, en los que, a pesar de nuestros pecados, siempre ha experimentado el amor creativo y regenerador de Dios.

Donde hay amor hay esperanza. Donde hay Dios, hay esperanza. Como decía el Papa Francisco el pasado día 24, “si Dios viene, aunque nuestro corazón se asemeje a un pobre pesebre, podemos decir: la esperanza no ha muerto, está viva, envuelve nuestra vida para siempre. La esperanza no defrauda”. Dios nos dice en esta tarde, a cada uno de nosotros: también hay esperanza para ti, porque Dios perdona todo, porque Dios perdona siempre.

Aprovechemos este año santo, no dejemos que su gracia caiga en saco roto. Peregrinemos a Roma, si nos es posible, y si no, peregrinemos a los templos jubilares de nuestra diócesis, en las diferentes vicarías, con un verdadero deseo de conversión. Pongámonos en camino, llevemos esperanza a todas las circunstancias concretas de nuestra vida: a nuestra familia, a nuestro trabajo, a nuestros amigos. La esperanza no es un final feliz que hay que esperar “cruzados de brazos”. La esperanza es un don, pero también es tarea. Es la tarea de acoger la promesa de Dios y anticiparla con nuestro esfuerzo.

Queridos diocesanos: Ya sabéis cuánto sueño en una diócesis en estado de misión. No nos acomodemos, salgamos de la rutina y la mediocridad. Hay una falsa prudencia que nos sugiere “no cambiar nada”. Estemos atentos. Esta falsa prudencia puede ser un disfraz de pereza y cálculo egoísta. Dejemos que Dios “nos complique de vida”, asumiendo una actitud verdaderamente misionera. Si no cambiamos nada, seguiremos obteniendo los mismos resultados. Seamos prudentes, pero con audacia evangelizadora. El agua, cuando se estanca, se corrompe. No dejemos que nuestros talentos se estanquen. Hagamos fluir los dones que cada uno ha recibido y pongámoslos al servicio de la misión.

Tratemos de sintonizar con sueño de Dios sobre nuestra Diócesis. En diversos encuentros de pastoral que hemos tenido desde el año pasado se repiten con insistencia los mismos acentos: la santidad de vida, la comunión entre nosotros, el espíritu misionero, la acogida de todos, y sobre todo, sembrar esperanza. He aquí un buen programa pastoral: “en santidad y comunión, ser misioneros de la acogida y la esperanza”. No nos dejemos vencer por el desánimo o el desencanto. Necesitaremos grandes dosis de paciencia. Durante años quizá parezca que no hacemos nada, porque no veamos frutos aparentes. Necesitamos la paciencia del labrador, que pone la semilla, la riega y evita las malas hierbas; pero no espera el fruto enseguida, sino a la sazón, cuando llegue su momento. La dinámica del evangelio es siempre la misma: unos siembran y otros cosechan, y es Dios quien da el incremento.

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Lo nuestro será sembrar, sembrar con ilusión, sembrar muchas veces entre lágrimas, porque nunca faltan los obstáculos, porque no siempre somos comprendidos, porque el enemigo siembra la cizaña y trata de dividirnos. Es necesario que el grano caiga en tierra y muera, para que dé fruto. Con el tiempo, otros cosecharán “entre cantares” lo que nosotros hemos sembrado. Como nosotros, en este momento concreto de nuestra Diócesis, recogemos los frutos de lo que otros sembraron. Sembremos con esperanza, porque la única semilla que no da fruto es la que se queda en la mano del sembrador.

Sobre todo, sembremos esperanza allí donde la esperanza se ha perdido: junto a la cabecera de la cama del enfermo, en las familias rotas, en los días largos y vacíos de los privados de libertad, en los migrantes que se enfrentan a un mundo desconocido, en los jóvenes y mayores que llevan heridas en su corazón: por el pecado, por expectativas traicionadas, por sueños rotos, por fracasos humillantes o por el cansancio del que no puede más.

Pongamos el fruto de al año jubilar que comenzamos en las manos de María, vida, dulzura y esperanza nuestra. Pidamos la intercesión de los Santos Niños, Justo y Pastor, y de San Diego de Alcalá. Aprovechemos este tiempo de gracia y de renovación espiritual y misionera. Ahora es tiempo favorable, ahora es tiempo de salvación ¡Feliz Jubileo 2025!

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